Genocidio armenio
Imágenes del abatimiento
Por Lala Toutonian
Contaba mi abuela Nazlé, la paterna,
que no sintió el balazo en su brazo. Estaba fuertemente aferrada a
su hermano menor cuando notó una sangre marrón, espesa, bañando su
mano y la de su hermanito. Mostraba su cicatriz mientras lo relataba,
con el ceño fruncido, la mirada grave, la voz firme. Se quebraba
cuando el relato llegaba a la parte en que los turcos la habían
subido a una carreta junto a su madre y el resto de sus hermanos para
tirarlos –literalmente tirarlos- en el desierto. Pero un vecino
turco la rescató alegando que se casaría con esa niña de doce años
y que cuidaría de sus hermanos. “Pero a mamá la mataron, los vi
hacerlo”. El buen hombre no la desposó, le salvó la vida. Más
tarde se casaría con mi abuelo Garabed, quien llegaría a Buenos
Aires antes que ella, perderían contacto y él iría cada vez al
puerto hasta encontrarla. Acá nacieron mi padre y mis tías.
Pero esa es otra historia. Una feliz, de amor.
Contaba mi abuelo Vartevar, el materno,
que mataron frente a sus ojos –unos turquesas, brillantes hasta el
último de sus días a los 99 años-, a su esposa y a su bebé. Que
él sobrevivió en el desierto escondiéndose bajo la arena cuando
pasaban arrasando los turcos, bebiendo del orín de una mula
moribunda, que sus compañeros en la marcha de la muerte caían como
hojas secas. Seguía la historia hasta llegar al turco que lo refugia
y lo hace pasar por su jardinero hasta que recuperó fuerzas y retomó
el camino a pie hasta Siria. Luego se casaría con mi abuela María,
llegarían a Atenas, nacerían mi madre y mis tías y se embarcarían
a Buenos Aires.
En 1913 comienzan las deportaciones y
la primera parte de las matanzas de la minoría armenia en el Imperio
otomano, viejo territorio armenio ocupado –en ese momento- desde
hacía trescientos años, y se continuarían hasta diez años
después. El 24 de abril de 1915 ejecutaron a 254 intelectuales
armenios. Clérigos, médicos, literatos, científicos fueron
colgados en las plazas públicas como simbolismo de lo que se
vendría: un millón quinientos mil más dejarían sus vidas bajo la
daga, el balazo, morirían de hambre, de sed; los muertos se
amontonarían en los ríos causando el desvío natural de su curso,
las madres se abrazarían a sus hijos enfermos para contagiarse y
morir juntos.
¿Por qué? Porque eran cristianos (se
perdonaba la vida al armenio que se hiciera al Islam), porque eran
grandes comerciantes (y se veían amedrentados frente al usufructo),
porque sí. Turquía dice que no, que fue una guerra, que hubo bajas
de ambos lados. Pero los testimonios, las fotos, los relatos de los
pocos sobrevivientes hoy cien años después, las declaraciones de
los arrepentidos, las filmaciones de los alemanes que participaron
colaborando con el Imperio otomano, los testigos involuntarios
(diplomáticos allí apostados en esos tiempos), dan fe de la
crueldad y la barbarie vividas.
Hoy el mundo tiene los ojos sobre el
Genocidio armenio. Porque fue espantoso, porque no tenía que
ocurrir, porque no se entiende ese ensañamiento, porque de haberse
evitado otras barbaries no hubieran ocurrido (la Shoá, Ruanda,
Ucrania, Camboya, un largo y triste etcétera); tipos como Stalin,
Pol Pot, Mao Tsé Tung, Hitler, no hubieran tenido un lugar en la
Historia.
Hoy el mundo turco sabe la verdad de lo
ocurrido y mientras el Estado, siempre el Estado, lo niega, el pueblo
-¡siempre el pueblo!- se solidariza. Intelectuales turcos de la
talla de un Nobel de Literatura como Orhan Pamuk, el historiador
Taner Akçam, la escritora Elif Shafak, se han pronunciado al
respecto y han sido acusados de traición por su propio gobierno. La
ciudadanía turca tomó las calles de Estambul el 20 de enero de 2007
reclamando por el asesinato de Hrant Dink ocurrido un día antes.
Dink fue un periodista turco de origen armenio, graduado en Zoología
y Filosofía, jefe de redacción del periódico Agos, una publicación
que siempre pretendió establecer un puente entre turcos y armenios.
Clamaba a los armenios diaspóricos a terminar con su odio con el
turquismo, pretendía recurrir la sentencia del negacionismo ante el
Tribunal Supremo turco y a la Corte Europea de DDHH, escribía
febrilmente ensayos sobre la causa hasta que un joven fundamentalista
de diecisiete años lo baleó en la puerta del diario.
Estas son las consecuencias de un
Genocidio: odios, rencores, dolores, resentimientos, nacionalismos
exacerbados, chauvinismos baratos, y todo horriblemente sustentado.
También el afán de mantener viva una cultura, una lengua, una
religión, una memoria que se quiso tapar, matar, silenciar.
Porque cada una de las imágenes
expuestas, cada niño moribundo, cada mujer violada, cada abuelo
tatuado, cada hombre degollado, nos recuerda que tenemos porqué
vivir.
Porque falta una palabra en la historia
del Genocidio armenio: justicia.
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